¡Por supuesto que habemos hombres en Yoga! Y me atrevo –imitando a Errol Flynn con su piano- a conjugar un verbo impersonal irguiéndolo vigorosamente en género masculino y número plural.
El Yoga es una actividad afirmativamente masculina. No cualquier moñas está capacitado para intentar Hanumanasana (la postura de desterrar cada pie a rincones opuestos de la sala de prácticas). No señor. Hay que ser un moñas muy decidido, un verdadero samurai de la alfombrilla. Sólo los mejores entre los mejores pueden practicar yoga. Y lo voy a demostrar.
Los miedos ocultos de cualquier hombre, por muy hombre que sea, son exacerbados por la práctica yóguica. El temor a que se escape un cuesco en cualquier postura de los vientos. El miedo habitual a haberse olvidado de lavar la camiseta y ser olido por las compañeras de clase. El temor a que otro tío baje más, o que se ponga el pie no sé donde mientras uno lo único que se pone es rojo intentando agarrárselo, machacando la propia, esencial y sensible autoestima masculina.
El verdadero temor del hombre macho no es, como defienden los psicólogos, al depredador en la selva que impele al ataca o huye. Para nada. El verdadero temor del homo macho sapiens actual es emprender la fuga y ser contemplado por el hipotético harén de sus fantasías a calzón perdido. El miedo al ridículo, el miedo a parecer lo que se es: alguien capaz de sentir miedo.
Pregunto ¿Es que acaso a las nenas las seduce un hombre sensible, capaz de expresar sus sentimientos, capaz de escuchar atentamente en silencio, capaz de no hablar de fútbol en toda una tarde, capaz de comprometerse?
No. Con esos, a veces, se casan. Pero El Seductor es el macho mitológico. El hombre eternamente seguro de sí mismo, el que no necesita escuchar a nadie, el que cumple siempre sus promesas, hasta que deja de hacerlo y desaparece. El que reaparece a la luz de un farol, envuelto en humo y con medio cigarro colgándole de la comisura, con nuevas y silenciosas promesas. Por la mañana sólo quedará su hueco en la cama y un vacío animal en el corazón femenino.
Para eso hemos sido preparados. Contra eso luchamos en clase de Yoga.
Por eso, la elevación testicular en clase (¿origen de los bandas?) es, al tiempo, de naturaleza física:” ¿Qué me agarre qué y cómo? ¡Pero es que tengo vértebras!” y suprafísica: “Ay ay ay que me ha gustado lo de estar tumbadito sobre dieciocho mantas más que un press de banca con 110 kilos. ¿Qué será lo siguiente? ¿Lloraré…?”. Sólo los más valientes perseveran.
Por eso sólo dos motivos pueden impulsar a un macho a una clase de Yoga. El primero, por rigurosa prescripción facultativa. El segundo… ¿Van las nenas al fútbol en mallas a adoptar posturitas? ¿De verdad es mejor ver apretujado a veintidós millonarios jugando con una pelota ello solos que estar a solas con veintidós variopintas bellezas realizando vinyasas y gatos? Por Dios. Mucha ignorancia es lo que hay.
El Yoga es para hombres espabilados y punto. Los demás, al fútbol.
Es lo que siempre digo (lo de las mallas), pero mis compañeros de trabajo, siguen pensando que es mejor el fútbol. Es que son gay, pienso.
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Entiendo que la táctica y la estrategia fascine a los hombres aguerridos, pero desde que se ha inventado el voleibol femenino no sé a qué coño van al fútbol. Y desde luego desde que se ha inventado el yoga (y va ya tiempo) y las mallas, no sé que hacen jugándose el físico en el partidodfutbito del sábado por la mañana. No creo que sean gays tímidos, más bien creo que no saben probar cosas nuevas, sanas, valientes y con mujeres. Están asustados. (y quede claro que muchas veces me incluyo en esta ultima aseveración)
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